Destino manifiesto
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- Categoría: Opinión
- Published on Domingo, 28 Mayo 2017 00:13
- Escrito por Josep Jover
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La doctrina del «Destino manifiesto» (en inglés, Manifest Destiny) es una frase e idea que expresa la creencia en que Estados Unidos de América es una nación destinada a expandirse desde las costas del Atlántico hasta el Pacífico. Esta idea es también usada por sus partidarios para justificar otras adquisiciones territoriales. Los partidarios de esta ideología creen que la expansión no solo es buena, sino también obvia (manifiesta) y certera (destino). Esta ideología podría resumirse en la frase: «Por la Autoridad Divina o de Dios».
La frase pasó a convertirse con el tiempo en una doctrina.
El origen del concepto del Destino Manifiesto se podría remontar desde la época en que comenzaron a habitar los primeros colonos y granjeros llegados desde Inglaterra y Escocia, al territorio de lo que más tarde serian los Estados Unidos. Pues un puritano de la época escribió:
"Ninguna nación tiene el derecho de expulsar a otra, si no es por un designio especial del cielo como el que tuvieron los israelitas, a menos que los nativos obraran injustamente con ella. En este caso tendrán derecho a entablar, legalmente, una guerra con ellos así como a someterlos...con la ayuda de Dios"
Todo imperio, en cualquier momento histórico, acuña su «destino manifiesto» que impregna y justifica todas sus actuaciones expansivas y todas las vulneraciones y aberraciones imaginables.
Este mismo concepto fue el tomado por españoles, ingleses, franceses y portugueses anteriormente para realizar sus respectivas conquistas, pues estas se realizaron también “en el nombre de Dios”. Sin embargo podría decirse que la expresión Destino Manifiesto fue usada por primera vez en 1845, por el periodista John L. O'Sullivan quien escribió en la revista “Democratic Review” de Nueva York:
"El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino..."
A lo largo de su historia, desde las 13 colonias hasta la actualidad, el Destino Manifiesto hizo nacer la convicción del pueblo norteamericano de que la "misión" que Dios les dio, como pueblo, fue explorar y conquistar nuevas tierras, con el fin de llevar a todos los rincones la "luz" de la democracia, la libertad y la civilización. Esto, por supuesto, implicaba la creencia de que la república democrática era la forma de gobierno favorecida por Dios. Todo el que se oponía a ella, además atacaba a Dios y era merecedor del peor de los castigos, genocidio incluido.
El paso siguiente, una vez ocupado el territorio, es integrar como propio lo conquistado “porque es la voluntad de Dios», que forma parte indisoluble ya del imaginario social del imperio. El territorio conquistado es ya «uno, grande y libre». Los indígenas deben adoptar las nuevas costumbres, creencias e idioma. De no hacerlo, se convierten en parias, permanentemente vejados e insultados.
Porque este imperio, sí es un imperio justo y que durará mil años.
Pero... ¿y qué pasa cuando ese imperio está de retirada?...
La pérdida territorial por parte de la metrópoli es absolutamente dolorosa, a la par que se siente incomprendida. «Cuba es parte esencial de la corona española», “Cuba es España» bramaban los periódicos en 1989... “Filipinas es la Estrella de Oriente de España” decían los poetas… «Repican las campanas de España por Cuba y Filipinas, las iglesias están llenas de gente rezando por la patria»; pero más recientemente: “La India es la Joya de la corona del imperio británico” o “los argelinos son los franceses del sur”... y ni los cubanos y filipinos se se sentían ya españoles, ni los indios, británicos, ni los argelinos, franceses.
Y ello con la incomprensión, dolor y desesperación de los unos y de los otros.
Lo cierto es que la metrópoli, y principalmente sus ciudadanos más sencillos, son incapaces de que los «separatistas» puedan pensar, por un momento siquiera, que ser «americano», español, inglés o francés no sea el mejor regalo que la Providencia puede hacerle a una persona.
Y se hallan mil razones para justificarlo y otras mil para demonizar al separatista, quien es objeto de las más crueles chanzas, de múltiples y diarias vejaciones, vejaciones que el ciudadano de la metrópoli que no es del territorio en conflicto, entiende como justas y normales.
Este, el separatista, a su vez crea un imaginario propio cuya fuerza es, precisamente, la expulsión de la metrópoli y de lo que ésta significa. La presión pasa de los políticos, que no se atreven a dar soluciones impopulares ni han gestionado bien el cambio social, a los jueces, cosa que, hace aumentar la tensión y acaba convirtiéndose la metrópoli en una fuerza ocupante, donde deciden los más oscuros policías, jueces y militares.
Existen grandes paralelismos en el modo en que procedió el imperio británico en la India con lo que pasa en Catalunya. Posiblemente, la única diferencia es que no hay «hombres de estado» de talla histórica, como los hubo en los años cincuenta en el subcontinente asiático.
Y desgraciadamente, la historia nos enseña que, en los estadios finales, se pasa por una fase de violencia, física, verbal, económica y política, hasta que la metrópoli es vencida o, a veces, con un golpe abusivo de fuerza, aplaza unos años lo inevitable.
Sólo el caso de Chequia y Eslovaquia es un ejemplo de «entente»; es la excepción que confirma la regla.
Y aquí estamos.
Josep Jover